Era la misma niña: l os mismos hombros frágiles y color de m iel, la misma espalda esbelta, de snuda, sedosa, el mismo pe lo castaño. Un pañuelo a motas anudado en torno al pech o ocultaba a mis viejos ojo s de mono, pero no a la mirada del joven recuerdo, los senos juveniles. Y como si yo hubiera sido, en un cuento de hadas, la nodriza de una princesita (p erdida, raptada, encontrada en harapos gitanos a tr avés de l os cuales su desnudez sonreía al rey y a sus sabuesos), reconocí el pequeño lunar en su flan co. Con ansia y deleite (el rey grita de júbilo, las trompetas atruenan, la nodriza está borracha) volví a ver su encantadora sonrisa, en aquel último día inmortal de locura , tras las «Roch es Roses». Los veinticinco años vividos desde entonces se empequeñecieron hasta un latido agónico, hasta desaparecer.
Quiero ser tu lolita y vos mi Humbert.
Quiero saber que sentís eso por mí. Que me vuelvas a decir "sos linda pendeja, eh".
Que me lo repitas, una y otra vez. Que me hagas hacer lo desconocido. Que me enseñes a amarte como corresponde.
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