A. Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, su voz repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que pueda sucederle a un hombre. Yo jugaba con una navaja; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z. (burlón).- Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A. (ya en plena mística).- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.
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